martes, enero 24, 2006

La niña Rosita

ahora tenía unos catorce años y era un poco difícil saber si se la podia seguir llamando niña. Algunas gentes comenzaban a decirle que ya era “una señorita”, con un brillito de malicia al señalarle con tanta dulzura eso de su nuevo estado. Supongo que sería tentador para esas comadres pensar en carne fresca para los chismes de Las Palmas.

La niña Rosita, sin embargo, era más bien larga y flacucha y todavía andaba por los montes jugando con tierra y limpiándose los mocos con la manga de la camisa. Iba a al liceo en la mañana, después de coger agua del río tempranito y llenar el tambor, cosa que le llevaba sus buenos cuatro viajes. A mediodía se iba a su casa, siempre a pie, y pasaba la tarde ayudando a su mamá en la casa o de visita donde la señora Juana.

La rutina vino a cambiar con el cumpleaños de alguna otra niña ahí mismo en Las Palmas. A Rosita la dejaron ir sólo porque la fiesta era en casa de una de las comadres de su mamá, y eso después de advertirle que tuviera mucho cuidado con esto y aquello: que nada de estar hablando con ningún muchacho, que eso es muy feo y usted está muy chiquita, que nada de andar mucho con Ligia que esa niña es muy disponedora, que no tanta torta que después se le empacha el estómago. Rosita fue bastante obediente (excepto en lo de Ligia) y volvió a su casa a eso de las siete (un poquito tarde), con la mala suerte de que la agarró uno de esos palos de agua llaneros que en diez minutos dejó al camino hecho un lodazal.

La noche no era muy clara, pero Rosita se conocía el camino y de todas maneras los relámpagos alumbraban el monte de cuando en cuando. Iba apuradita, no fuera a ser que la regañaran por la hora, y cuando ya estaba casi llegando a su casa, tropezó con algo duro para venir a caer en algo blando y que además de eso también estaba tibio y soltó un larguísimo muuuuuuu que casi mató a Rosita del susto. Justamente en eso cayó el relámpago y la niña pudo ver a la vaca blanquinegra, echada, vencida por los dolores del alumbramiento. La noche se hizo tan clara en aquel instante que Rosita pudo verse el sucio en las uñas casi clavadas en las ubres rosadas del animal. Así que se puso de pie y siguió su camino más apurada que antes, ahora que había perdido un minuto o dos o tres con esta bendita vaca que no sabía ni de quién era. En el fondo se alegraba de saber que era una vaca nada más, porque eso de caer en algo tibio y blando en plena oscuridad no había sido nada sabroso.

-¡Ay, mijita, mira cómo vienes que pareces un pollo! –le dijo la madre al verla y Rosita no contestó nada- Y vienes amarillita, seguro que venías brincando por ese monte, ¿ah? Quién sabe qué habrás visto porai… pero anda, mija, anda y cámbiate que te me enfrías del pecho. Y después te vienes a la cocina, que te preparé unas batatas hervidas con mantequilla pa que comas.

domingo, enero 22, 2006

me guardo los puñales

debajo de las huellas
camino los andares del agua
llego a esta orilla redonda
más bien vacía de pájaros
y de arena corta
aquí vestida
sirvo la mesa con uvas
reposo
mis huellas vienen conmigo

viernes, enero 06, 2006

Ella tenía muchos nombres;

los cambiaba con la tierra que pisaba en las tardes (es que eso de empezar la vida con la mañana no le iba bien). Andaba en desorden, mirando un poco en el mar, un poco en el este (no importaba la hora) y a veces se quejaba, no mucho en realidad, de la falta de un susurro imperceptible de la brisa, así como lo escribían en los cuentos.

De día se ajustaba lo major que podía, como todo el mundo. Iba al trabajo (se tomaba un café con demasiada azúcar, aquello era atroz) y en general se diría que cumplía sus deberes. Claro que a veces también se distraía en esas horas serias, más que todo pensando en sus pájaros. Es que tenía muchísimos, sólo que siempre se le olvidaba en qué ramas los iba dejando colgados (pero sabía que andaban por ahí, no hay duda).

De noche la cosa cambiaba de color, y no lo digo porque el cielo se volviera negro o todas las sombras se juntaran encima de las cosas y no debajo de ellas como se sabe que pasa en el día, sino porque con su libertad, Ella perdía también ese mucho de magia que hace que todos la extrañemos tanto en esta esquina del mundo.

Así, casi bonita como era (y digo casi), no había quién pudiera cambiar la cosa esa de su ánimo triste cosido en los zapatos o en los ojos (los que la quisimos nunca nos pusimos de acuerdo en eso) y lo malo es que esto también pasaba en el día (la verdad es que sí importaba la hora). Alguna vez, a fuerza de tanto molestarla, Ella dijo que no comprenderíamos y que no quería hablar más (es que los secretos tienen unos nombres muy largos).

Y bueno, yo no la volví a ver más después de cierta tarde más o menos igual a las otras de esta piquiña de no saber, excepto que esa vez no vino. Nosotros no sabíamos qué pensar. Habría encontrado algún charco suelto y querría devolverlo al cielo, se habría ido a vivir con alguno de sus pájaros, quién sabe. Lo que soy yo, me la imagino por ahí, buscando algún árbol con un hoyo muy grande (como a la altura de su boca) al que le debe estar contando todos, toditos sus secretos.

domingo, enero 01, 2006

andamos por la calle

ciegos, descalzos
y no por ello mendigos.

vamos danzando la música de la ira,
celebrando el pandemonium de la ciudad despierta.
bebemos el vino de la noche y en ella
nos llenamos de falsos espejos.

viene el olvido de la tierra
el dolor de las pisadas
la bestia viva.