Soñé con perlas negras
desperdigadas en la capota de un carro blanco. Soñé llorar por hijos que no eran míos pero estaban en mis brazos con la boca muy abierta, como pájaros que tienen hambre y esperan. Soñé con algo de reproche que se desvanecía, como siempre debe ocurrir con esta clase de cosas.
Esta mañana me he decidido a descolgar el vestido rojo de esa pared frente a mi cama. Anoche, creo, la oscuridad me hizo un poco más cobarde de lo que soy con cara al sol, y elegí el insomnio y el infierno onírico de mi cansancio. ¿Cómo, de noche, iba a enfrentar semejante trabajo?
Desnuda, tibia, me levanté a tientas de la cama, una con el vago amanecer afuera. Eso fue hoy. Y descolgué el vestido. El alba ha sido más o menos lo mismo después de aquella noche, y el cuarto ha sido el mismo, y yo he sido la misma, también más o menos… ¿por qué el cambio severo justamente anoche? No había llluvia ni luna llena ni perros ladrando a las sombras para avisar lo que se me venía encima….
Ahora no sé si hice bien. Todavía quedan unas grietas mínimas en la pared, en el mismo lugar, muy frescas para preocuparme por más perlas o más niños o más reproches a futuro. Lo digo como quien dice que el futuro no está en esta misma noche y por ahora no necesito resolver el asunto. La cuestión es lo de esta mañana, el gesto simple de haber descolgado el vestido: en verdad tengo la certeza de que es el reclamo de su seda lo que me perturba.